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Esta fue una de las primeras veces que practiqué la técnica de la decalcomanía. Fue una tarde de sol en el parque, con los compañeros de la academia de arte. Todos dibujábamos desde el impulso, desde lo que llevábamos dentro. Yo lancé tinta roja sobre el papel, presioné, separé las hojas… y me encontré con una mancha que, en un primer momento, me recordó a una menstruación. Dibujé una línea vertical que la dividía y acentuaba esa imagen, como una vagina estilizada, abierta en dos mitades. Pero entonces, algo cambió.
Esa línea comenzó a ramificarse. Las formas me fueron llevando a otro lugar. Aquello ya no era solo un cuerpo: era un árbol. Un árbol rojo, carnal, visceral. Un ciprés. El árbol de los cementerios. Uno de esos que, en la cultura occidental, simbolizan la conexión entre la tierra y el cielo porque su forma se estira hacia lo alto con toda la verticalidad posible. Fue entonces cuando añadí las tintas azules arriba, para sugerir lo divino. Y sobre esa transición, tracé con lápiz de tinta plateada una red de ramas que conectaban la sangre con el cielo. El resultado era claro: tenía entre manos un árbol sagrado. Pero no de vida, sino de muerte.
Después vinieron las raíces. Porque un árbol sin raíces no existe. Y así cerré el círculo. Me pareció inevitable llamarlo El árbol de la vida, con esa ironía un poco macabra que tiene mucho de mí. Como una especie de Yggdrasil nórdico invertido: un símbolo que conecta mundos, pero que aquí está hecho de contradicción, sangre, muerte, y aun así… belleza.
Esta obra no forma parte del libro Vilipendios, pero sí de su universo. Y, como tantas veces ocurre con lo subconsciente, su lenguaje fue saliendo solo, sin pedir permiso. Solo había que escucharlo.
Si este árbol te ha hablado, si algo en él enraíza contigo, puedes escribirme a evangb@me.com para conocerlo mejor o adquirirlo.
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